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martes, 10 de noviembre de 2009

Chuchi

Cuando desperté estaba aquí encerrado. Una pequeña jaula, una cárcel de acero donde no puedo dar más de cuatro pasos sin chocar contra la pared. Por descontado ignoro como he llegado hasta aquí. Pero algo sé, me trajeron, me atraparon en la calle después de acorralarme y me trajeron. Lo último que recuerdo es aquel fluido que me inyectaron en la espalda extendiéndose por mi organismo como un manto de oscuridad, una nube que nubló mi mirada y acabó con el último reducto de mi resistencia. Caí tan repentinamente que durante unos instantes, incluso pensé que me estaba muriendo. Cuando desperté estaba aquí encerrado y sin esperanzas de salir.

No todo es malo. Antes de que me atraparan llevaba varios días sin comer, en vano escarbaba entre la basura buscando algo que llevarme a la boca. Aquí estoy bien alimentado. Me dan de comer dos veces al día y nunca me falta agua. Pese a esto me encuentro sumido en una gran tristeza, un tedio depresivo y apático, provocado sin ninguna duda por mi estado de encierro.

¿Cuándo me convertí en un fuera de la ley? ¿Cuál ha sido mi delito? Supongo que nacer. Caer al mundo en la peor de las circunstancias sin una familia que me diera su calor, que me hiciera sentir su cariño.

Aquí no estoy solo. Tras las frías paredes de mi celda debe haber mas como yo, me llegan sus lamentos desgarradores como un mal presagio. Compañeros anónimos de encierro, colegas que seguramente están aquí por motivos parecidos a los míos, si es que hay auténticos motivos para merecer esto. Más allá de las leyes humanas, hablar de justicia es un absurdo.

Cuando llega la noche en mi soledad me siento si cabe más solo. Miro la luna, las estrellas o lo que se puede ver de ellas a pesar de la nube naranja que flota sobre la ciudad. Mirándolas mi mente suele evadirse, comienzo a fantasear. Mi imaginación escapa de esta prisión y me sitúa frente a mis captores, sólo que invertidos los papeles, paso de ser perseguido a perseguidor. En otras ocasiones me imagino dentro de una gran casa blanca, descansando sobre un enorme colchón cubierto de un plumón de vistosos colores, y entonces una bella mujer me despierta acariciándome la cabeza, dedicándome palabras de amor, a las que yo respondo mirándola agradecido, prometiéndole la fidelidad más incondicional. De todas mis fantasías esta es sin ninguna duda la que más me gusta recrear, quizás porque representa justamente lo que siempre ha faltado en mi vida. Esa amiga, esa persona con la que compartir los buenos y los malos momentos, a quien poderle entregar mi corazón. Muchas noches caigo dormido construyendo mentalmente su figura que imagino a veces rubia, esbelta, espigada como el trigo en su sazón; otras: morena, solicita, cálida como una noche de verano o también pelirroja, de una hermosura natural, sin artificios, cariñosa y solitaria, un poco como me pienso a mi mismo. Depende de la noche elijo una u otra, sin ninguna predilección concreta, en el fondo cuando te sientes como yo, un lobo estepario, encerrado por ser lo que es, no importa tanto como sea la compañía sino la compañía en si misma, incluso la imaginaria.

Se me antoja que esta necesidad de afecto es comparable a la necesidad de libertad. No aseguraría eso de que el amor nos hace libres, por si, como he oído en ocasiones, acaba siendo un grillete que te impide respirar. Lo que si tengo claro, es que la única forma que tengo de ser libre es que alguien me quiera lo suficiente como para interceder por mí. Pero es tan difícil… lo más seguro es que acabe mís días como los inicié, alimentado, pero solo.

Esta mañana ha sucedido algo extraño. Cuando he despertado estaba en otra jaula más grande. Me he llevado un susto mayúsculo, imaginaos que despertáis en un lugar diferente al que os fuisteis a dormir, te llegas a sentir tan desubicado que piensas que aún estás soñando. Esta celda es mucho más amplia y puedo dar más de cuatro pasos, incluso más de diez. Lo cierto es que este pequeño cambio me ha dado mucha alegría, como una dosis de ilusión. He pensado que con esta evolución mi libertad pasaba a depender de mi y me la tenía que ganar poco a poco.

De todas formas continúo escuchando lamentos, aullidos desesperados, pero ya no se me clavan. Pienso que algo bueno está a punto de sucederme y esta idea me estimula. Inundo mis pulmones de aire o mejor dicho lo hago de esperanza. Me siento orgulloso y digno, con la cabeza bien alta. Algo está a punto de ocurrir, lo intuyo.

Quizás me haya equivocado, no ha sucedido nada y el desanimo asoma las orejas en mi espíritu como una bestia acechante. Me pregunto si lo que interpreté como un buen presagio no será lo contrario. No soy joven, pero tampoco viejo, al menos no lo suficiente para morir. Por mucho que mi vida no sea demasiado productiva este no es motivo para desaparecer. Las lacras sociales, los parásitos también tenemos derecho a sobrevivir, máxime cuando jamás hicimos daño a nadie. Pensar que mis captores puedan hacerme daño me aterra. En la calle se oyen historias que ponen los pelos de punta, sobre experimentos científicos o que se yo. Al fondo de la jaula, en una esquina, hay una especie de cobertizo donde me dejo caer y me sorprendo llorando de miedo.

Nunca antes había llorado y no me gusta lo que se siente. Por momentos me falta la respiración, me congestiono, por segunda vez en poco tiempo temo que me esté muriendo o que como poco algo se esté muriendo en mi interior.

Escucho voces de mujer. Dos más graves y una más chillona. Parece que se han detenido a hablar frente a mi celda. Al principio no las miro, estoy tan triste que no tengo ganas ni de mover los parpados. La voz chillona se te clava en los oídos, pero su tono no es cruel, ni seco, ni imperioso, más bien diría que es inocente, tierno, incluso piadoso. Encuentro la fuerza para abrir los ojos en un rayo de curiosidad dentro de la oscuridad de mi estado y mi mirada y la de un niña se encuentran a medio camino. Puedo intuir que le he caído bien porque sonríe y le dice algo a su madre que no entiendo. Ésta en cambio no me transmite confianza, tiene la mirada que he observado en otras ocasiones en los humanos delante del escaparate de una tienda, una mezcla de interés y pragmatismo, como una fría y distante atracción de la que más vale prevenirse. Su hija continúa mirándome fijamente y se ha puesto triste, como si pudiera comprender lo que estoy pensando. Le estira de la manga del abrigo a la madre y le habla a ella y a la otra mujer, la cual, finalmente, tras un comentario de la madre los invita con un gesto a continuar caminando.

Cuando han desaparecido de mi campo de visión cierro los ojos y creo que quedo dormido durante un minuto o quizás una hora, imposible saberlo. Durante ese lapso sueño con la casa blanca, con la cama cubierta con un plumón de colores vistosos; la diferencia de este sueño a otros es que no es una atractiva mujer la que me despierta sino la niña de mirada inocente.

Al despertar ya esta anocheciendo. Desde mi celda contemplo la puesta de sol sobre el mar, un ocaso que pinta el cielo de naranja, de morado, entre el negro azulado de la noche en ciernes y un mar que parece cubierto de pan de oro. Un chico me trae la cena pero no tengo hambre, en realidad, por primera vez en mi vida, casi deseo estar muerto y estos fúnebres pensamientos me acompañan hasta caer la noche bajo la cualquiera diría que mi alma también se viste de luto. Luto por el amor que nunca conocí. Luto por la libertad y sus regalos. Luto por el luto y sus sombras.

La mañana llega, me despierto con el canto de un gallo al que no se le ha pegado la paja. El estomago me ruge y decido comerme la cena para desayunar, pero el plato esta plagado de hormigas que me muerden la lengua al intentar recuperar lo poco que podía decir que era mío. Pienso que las oportunidades hay que aprovecharlas, que mañana ya es tarde, que hay que cuidarse, que a veces es lo mismo que saber adaptarse. También pienso que para todo esto es necesario disfrutar de la libertad que no es dada y de un mínimo de fortuna. Para mí, en este momento, la mayor fortuna sería un plato de carne con verduras, pero como no tengo libertad ni fortuna tengo que conformarme con llenar el estomago de agua. Vuelvo a mi rincón, intentando dormir para no pensar que tengo hambre. ¿Qué es más importante la libertad o tener el estómago lleno? No encuentro respuesta.

Pasado un rato abro los ojos al oír un chasquido metálico. Alguien, una joven muy guapa y hermosa, vestida con ropa ancha y de colores vivos, entra en mi celda y se acerca a mí, llamándome con un nombre que no había oído nunca. Yo me acerco a ella cabizbajo, totalmente derrotado. Ella me acaricia con dulzura, pero también me mira los dientes y las orejas, a mi ya me da todo igual y me dejo hacer. De un bolsito la joven saca una correa y me la ata al collar que llevo en el cuello. Me conduce fuera de la jaula y por un camino de gravilla llegamos a una casita blanca. Entramos y la sigo como si estuviera atravesando el umbral del infierno. Me agarra y me deposita en una fría mesa metálica. Me acaricia con mucho mimo, pero no confío en ella, tiemblo como una hoja en un día de viento. Ella me susurra palabras tranquilizadoras pero cuando veo entrar un hombre vestido de bata blanca y con una jeringuilla me hago pis sobre la mesa. Intento salir corriendo pero el hombre me agarra del lomo y hunde mi pecho contra la mesa impidiéndome dar un paso. Resignado dejo de forcejear y noto como la aguja atraviesa mi piel. Es sólo un instante, pero ¿cuánto se tarda en morir? Un instante, no más.

Mareado y tembloroso soy bajado de la mesa. Me dan una barrita muy sabrosa. No estoy muerto, aún, y ni siquiera me duele el pinchazo. Los miro sin saber exactamente que hacer y corro hacia la puerta. La joven estira de la correa y me conduce a otra puerta. Tras ella esta la niña de mirada inocente y la madre desconfiada. La niña me abraza sin dejar de repetir una palabra “Chuchi, chuchi…” Yo no tardo en entender que Chuchi soy yo.

En la cresta marina se elevan
burbujas desnudas, huesos,
verdes lenguas cansadas como
trigo segado o llamaradas
temblando en la penumbra.
Pasa el tiempo y ruge la ola.
Más allá de la arena o el rumor
furioso
se elevan los puentes
girando sobre el horizonte.
Tras el eco sordo de mis pasos
la inmensidad se desparrama lechosa
mientras contemplo
la metamorfosis acuática del atardecer.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Atrapado en la habitación,
atado a este segundo mundo,
mi identidad forjada de fantasías
reclama una felicidad que no sostenga
fragilmente la química.
No me llega la luz tras los visillos
y el silencio se espesa entre los muebles
de ayer, de mañana,
de siempre, de nunca.
Dentro de este anacronismo tan personal
prefiero callarme para no errar,
prefiero detener mis pasos
por si me pierdo.
Pero escruto las sombras
buscando la salida de este laberinto,
una certeza mas alla de toda duda,
tarea imposible, sólo ilusión,
puros espejismos.
De repente
desde otra estancia u otro mundo
llega imperiosa la orden
¡Apaga la luz! Mas no es posible
como relámpagos ciegos
sobre un firmamento quebradizo
en mi habitación
sólo habita lo oscuro.
Es verdad que al final
siempre nos quedamos solos.
Tras las negras cortinas
sólo vacío, sólo silencio.
La muerte y su cruda soledad
son las que dan sentido a esta vida,
sin su amenaza constante
el placer sería incomprensible.

microrrelato!!!

Freud salió de su consulta. Había abandonado a su último paciente, un joven que le aseguraba conocer una forma de volar. Tembloroso, deambuló por las calles mojadas, se adentró en el peor barrio de Viena, rechazó compañía profesional como Ulises los cantos de sirena. Entró en un turbio local y, pese a las miradas extrañas, desabotonándose la capa exclamó: "Busco a Jung".