Erich
era un apasionado de la literatura. Fuera donde fuera siempre iba en
compañía de algún buen libro que devorar ávido de aventuras o
misterios, ideas o reflexiones, amoríos o crueles desamores. Era lo
que se dice un animal literario, un depredador de palabras, una
bestia devora-historias. Esto nunca le supuso mayor problema, más que
algún choque fortuito, cuando caminaba por las calles con la mirada
fija en el libro que estuviera leyendo en ese momento, aunque incluso
se podría decir que con el tiempo y mucha práctica había
desarrollado una extraña capacidad que le permitía esquivar a los
demás transeúntes sin perder el hilo de las oraciones, por lo que apenas ya chocaba con nadie.
Una
de las pocas amistades reales que había tenido en su vida le dijo
una vez que su vida se resumía a aquel acto, esquivar a las personas
con las que se encontraba, pues solitario como era por su naturaleza
lectora, sus mejores amigos, aquellos que le sostenían con sus
palabras, que le acompañaban en los momentos de soledad, que le
entretenían con sus ocurrencias, pertenecían la inmensa mayoría al
mundo de la fantasía. No es que tuviera amigos imaginarios, el único que
tuvo murió siendo él aún muy niño. Aunque decir que murió no
sería describir exactamente lo que pasó. Éste retornó a su
planeta, del que hacía un tiempo había salido en busca de aventura y
conocimiento, porque tenía que cuidar a una rosa que había dejado
abandonada y que, por el hecho de ser su rosa, era lo que más quería
en este mundo.
Muchos
compañeros y compañeras del colegio, de la universidad o de su
trabajo en la biblioteca habían intentado entablar algún tipo de
relación con él, porque había que decir que Erich era realmente
guapo e inteligente. Pero ninguno parecía lo suficientemente
interesante como para entrar en un imaginario tan repleto de
maravillas como el de Erich. Donde estuvieran Julian Sorel, Gregorio
Samsa, Tom Sawyer, Frodo Bolsón, Alicia, etcétera, que se quitaran
los insulsos seres de carne y hueso y el aburrido relato de sus
vidas.
Un
día sin embargo algo cambió en la vida emparapetada de Erich.
Mientras releía por enésima vez Ana Karenina, de quien estaba
perdidamente enamorado, una joven que a Erich le pareció muy
hermosa, le preguntó si había algún otro ejemplar de la novela de
Tolstoi. Él le informó de que estaba en posesión del único
ejemplar de la biblioteca y entonces ella le rogó que se lo dejara.
Él pensó que sería por algún trabajo de la universidad, pero ella
le explicó que tal día como aquel desde hacía 15 años leía ese
libro. Él quedó fascinado. No conocía a nadie que hubiera leído
tantas veces como él aquella maravillosa obra. Ella le explicó que
era algo complicado explicar su admiración por Ana Karenina, pero
que sería capaz de pagarle de alguna manera para que él le cediera
su lectura.
Por
primera vez a sus 28 años Erich pensó que aquella mujer compartía
su misma pasión desenfrenada por la literatura y atravesado por el
deseo de conocerla mejor le entregó el libro con una condición:
aceptar una cita con él. Ella aceptó y se dieron la mano sellando
el pacto.
Desde
ese mismo momento Erich empezó a fantasear con ella, a soñarla, con
esa tremenda capacidad suya para recrear en su imaginación
realidades mucho más interesantes que la vida misma, construyendo
con palabras e imágenes tantas veces leídas a su mujer ideal.
Por
su parte, Carmen, que era el nombre de ella, devoró con pasión y
lágrimas la trágica historia de Ana Karenina sin pensar ni un solo
instante en la cita prometida. No le apetecía tener citas con nadie.
No quería acabar como la bella Aniuska: abandonada en su pasión,
desolada en su soledad, empujada por la desesperación, el desgarro y
la melancolía hasta el suicidio... Carmen era de las que preferían
estar solas, antes que mal acompañadas y huelga decir que al igual
que Erich, la única compañía que le parecía buena era una joya de
la literatura universal.
Mientras
Erich, que después de unas horas pensando en ella, ya la había
convertido en la mujer de sus sueños y en la única capaz de comprender
sus delirios y manías, Carmen planeaba cambiar de biblioteca para no
volver a verlo. Le pidió a una vecina -la única con la que tenía
relación- que devolviera el libro en su nombre y así nunca tendría
que cumplir su compromiso.
Erich
comprendió rápidamente las intenciones de ella al recoger el tomo
de Tolstoi prestado e intentó paliar su decepción leyendo El idiota
de Dostoievski. Cuando acabó su turno salió de la biblioteca
avanzando en la historia del príncipe Mishkin, mientras caminaba por
las calles de un Madrid transformado en San Petersburgo. Su camino
transcurría con facilidad hasta que chocó inesperadamente con
alguien. Esa otra persona resultó ser Carmen, que también andaba
leyendo una edición de El Idiota y que cayó, junto a la de Erich,
al suelo. Sorprendidos por igual y enojados por el choque, se
agacharon a la vez a recoger sus respectivos volúmenes, con la mala
suerte de que sus cabezas volvieran a topar a medio descenso. Ambos
se miraron con enfado y un instante después se reían de buena gana
ante lo absurdo y chocante de esta cita inesperada. Erich le ofreció
invitarla a tomar un café y ella por primera vez en mucho tiempo,
desde unos primeros flirteos de adolescente con trágico final, pensó
que no tenía nada que perder.
En
una cafetería cercana estuvieron hablando hasta que les pidieron que
salieran al echar el cierre. Resultó que ambos habían leído los
mismos libros y que amaban y odiaban a casi los mismos autores. Sólo
parecían diferir en que ella prefería a Ana María Matute y él a
Carmen Martín Gaite, pero esta diferencia quedo subsanada por el
odio que ambos proferían a Isabel Allende. Ambos amaban a
Pirandello, a Calvino, a Pessoa, a Böll, a Dickens, a Kafka, a
Camus, a Lessing, a Hemingway y un largo, larguísimo etcétera.
Aquella misma noche hicieron el amor, perdiendo ambos la virginidad,
cuando ella llegó al orgasmo pensó en Benedetti, él en cambio se
inclinó en fantasear con Roxanne, el amor platónico de Cyrano de
Berguerac.
Los
días posteriores ambos continuaron conociéndose y explorándo sus
fantasías. Fueron al cine, montaron en las barcas del estanque del
Parque del Retiro, fueron a cenar, visitaron el museo del Prado. Todo
parecía ir bien. Más allá de la fantasía, ellos se cruzaban y se
buscaban en este plano de la realidad. Se dedicaban encendidos
discursos amorosos, palabras prestadas como lo son todas en el fondo,
pero que en este caso habían sido donadas por los más grandes
escritores de la historia. Ninguno de los dos sabía a penas nada de
la vida del otro, de lo que sentía realmente, todo expresión estaba
filtrada por el tamiz de la literatura. Sus vidas anodinas estaban
pomposamente decoradas de aventuradas soñadas, de situaciones que
traspasaban las fronteras editoriales y acababan sustituyendo una
realidad que a ambos les resultaba absolutamente insustancial. Ambos
jugaban a este juego, ambos conseguían en constante ejercicio de
homenaje que la vida acabase imitando al arte.
Una
noche, cuando él le propuso hacer el amor, ella preferirió leer a
Murakami. Él insistió, le dijo que el libro no se iba a ir
corriendo. Ella le contestó que siendo de Murakami eso no estaba
asegurado. Él le pidió que al menos le diera un beso y ella le
pidió que no la molestase. Él se enfadó mucho, se levantó airado
y fue a la cocina a tomarse un vaso de leche. Cuando volvió a la
cama ella le dio una noticia que no esperaba: estaba embarazada.
Ambos se abrazaron emocionados.
Durante
los siguientes nueve meses ella leyó todos los libros de maternidad
publicados. Él leyó y releyó hasta aprenderse de memoria muchos
cuentos infantiles. La pareja esperaba feliz la nueva vida que estaba
en camino y cada vez más cerca de llegar. Cuando ella rompió aguas
un taxi les llevó al hospital a toda velocidad. El parto duró
apenas una hora. Había nacido una niña preciosa, con los ojos de él
y la boca de ella. Sólo había un problema, no se ponían de acuerdo
en como llamarla, ningún nombre era suficientemente bueno, ninguna
historia previamente leída alcanzaba a representar el torbellino de emociones
que ambos sentían cuando miraban a su hija. Se miraron con tristeza en el momento en que descubrieron que sin nombres con los que identificarse, sin
historias con las que cubrir el enorme vacío que existía en su
propia historia sin escribir, aquella niña estaría condenada a ser Anónima.
4 comentarios:
Guauuuuu!! SUBLIME!!!!!!!!!! Hacía tiempo que no utilizaba esta palabra peor no encuentro otra más adecuada para expresarte mi opinión sobre este relato. Eres tan tu!!! Hacía tiempo que no disfrutaba tanto leyendo algo tuyo, de evras te lo digo. A parte el montaje de ls fotos lo hace todavía más especial. Qué grande Rul!!!Aunque, no se, personas como ellos creo que les pasaría lo contrario, que admiran a tantos personajes literarios que el problema seria elegir cual es el mejor nombre para la hija. Fantaseando un poco, que es a lo que me invita tu texto, yo me decanto por Ana, en honor a la Karenina, ya que su historia empieza con el intercambio de ese libro, no? y además el bebé es niña, así que me lo pones a huevo. Qué manera más bonita de hablar de tu amor a la literatura, que es lo que yo leo entre líneas, y de cómo se puede crear un universo paralelo a través de la lectura...aunque no siempre los grandes amantes de los libros son personas solitarias, ahí creo que está un poco estereotipado, me hace pensar en la típica frase de " es una rata de bibblioteca" que seguro has escuchado muchas veces. Bueno, me has dejado encantada, ya ves que me estaría horas aquí fantaseando con el relato. Enhorabuena Raúl, me has llegado de una forma directa, sencilla, bonita, poética y que te va tanto que me hace sentir orgullosa la forma en la que está escrito. Queda super demostrado que puedes y eres super capaz de escribir más allá de la salud mental. Estos personajes son adorables. En fín, ya te digo, me ha provocado muchas sensaciones esta lectura pero creo que ya ha quedad claro que me ha gustado mucho y que es, para mí, sin duda alguna, uno de los mejores relatos que has escrito nunca.
Raúl, ¡ te estás ganando un lugar en mi particular olimpo literario !
Gracias, me alegro mucho de que os guste!! En primer lugar dentro de la lógica de los personajes, almu, si le pusieran de nombre Ana estaría condenada a suicidarse. Recuerda la vida imita al arte. Por lo demás no se si vuestro entusiasmo está justificado, pero me alegra que se manifieste. Me anima en días como los que estoy pasando, que no son demasiado buenos ciertamente.
Abrazos!! Y nos vemos prontito!!
Claro que nuestro entusiasmo está justificado Ruli, para qué vamos a decirte algo que no pensamos realmente? Si no has gustado a los dos será por algo, no? Además, ya sabes que yo si te tengo que criticar algo lo hago sin problema. Siéntete bien orgulloso de este relato porque te lo has ganado, ok? Confía en tu arte.
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