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martes, 28 de julio de 2009



Un extraño caso”.



Beto era escritor o, mejor dicho, en otros tiempos, lo fue. El 10 de septiembre se cumplirían 15 años de la publicación de su última novela: “El extraño caso de Oliveiro Oliva”. Desde ese día, y según muchos antes aún, no había escrito nada publicable.

En la actualidad, su vida se limitaba a unas pocas y extrañas aficiones como: romper espejos o descuartizar muñecas nancy, que rutinariamente, como un autómata, realizaba metódicamente, pero ajeno a cualquier forma de placer o disfrute.

La mayoría de sus amistades, personas que en otros tiempos le habían venerado, ya hacía mucho que le rehuían. Uno de los pocos amigos que continuaba fielmente a su lado era Manuel Cardona, su primer editor. Éste, muy a su pesar, contemplaba la degradación de Beto, sin perder la esperanza de recuperar a su viejo amigo. A Manuel se le descomponía el corazón cuando después de una semanas sin saber nada de Beto, le llamaba y por su voz, y aun más, por el contenido transmitido en esa voz, cualquiera hubiera dicho que estaba escuchando el discurso de alguien que había traspasado la frontera, que ya no estaba en este mundo, o, como poco, que dejaría de estarlo en breve.

Beto, según su editor, había perdido la cabeza a causa de las malas artes de Virginia, su última mujer. Ésta llevó al limite las capacidades mentales de Beto ya fuera con excesos, humillaciones públicas, o las constantes discusiones que fueron desgastando los nervios del escritor. Él podría haberse cansado, podría haberla dejado y decirle: “Mira Virginia, búscate la vida, pero búscala lejos de mí.” Pero en cambio le dejó la oportunidad de dar el golpe de gracia, abandonándolo y rompiéndole para siempre el corazón y la cordura. Desde ese momento, tan bien descrito en “El extraño caso de Oliveiro Oliva”, nunca estuvo con ninguna otra mujer. Empezó a desconfiar de ellas; aunque en realidad desconfiaba de casi todo el mundo.


-¡Beto, querido amigo! ¿Cómo andas? - Preguntaba Manuel desde su despacho.

-Ando hacia atrás Manuel; creo que me estoy preparando para reencarnarme en cangrejo. -Contestaba Beto sin disimular su delirio.

-Podría ser peor -Afirmaba el editor, intentando quitar importancia al dolor de Beto. -Te podrías reencarnar en ornitorrinco.

-No lo entiendes Manuel. Soy un cangrejo, un hermitaño, ¡un puto hermitaño al que le han robado la caracola!

-Pero Beto...

-No Manuel, no insistas, lo sé muy bien. La prueba es que ya no escucho la voz del mar, ni tampoco la voz de las gaviotas, sólo las ratas... me susurran cada noche poemas de Pavesse. Si te soy sincero no se cuanto tiempo aguantaré.

-Tienes que ir a un médico Beto, vas a acabar muy mal, alguien como tú no se merece este final.

-¿Médicos?,¿finales? Está claro. No entiendes nada. Adiós. Hasta otra.

-Adiós amigo, cuídate. -Se despedía finalmente Manuel, apesadumbrado, pero sin resignarse a lo que parecía inevitable, empujado por la fuerza del deseo de recuperar de alguna forma, con algún cambió o giro inesperado, como pasa en las buenas historias, a su buen amigo.

Una noche, durante la cena de presentación de una novela, una joven autora, pizpireta y tan narcisista como para creerse merecedora de un premio nobel pese a sus veintipocos años, criticó duramente la figura de Beto, al que, seguramente, sólo conocía de oídas, siendo éste como era un tema recurrente, como modelo de autodestrucción, en el envidioso mundillo literario.

-Beto Castillo es el anti-héroe literario en carne y hueso. Si una persona se quiere dedicar a este oficio debe tener un buen estómago, tanto como para poder digerir un mal libro, una mala crítica, un mal polvo y un mal coñac. La literatura necesita en la actualidad autores, que como yo, ensalcen los valores que desdibujó el siglo XX, que delimiten la diferencia esencial entre realidad y fantasía, porque sino el resultado no es literatura, sino un recipiente anecdotario y psicótico que llena el lector con sus propios esputos desvencijados. Un caldo irresponsablemente perfecto para la fermentación de la locura, cuando desde la locura no se puede esperar nada más que desestructuración, caos y barbarie.

Manuel se mordió la lengua para no contestarle. En el fondo de su corazón deseaba agarrar el “coulant” de chocolate negro que tenía ante sí y lanzárselo con fuerza a la carota engreída de aquella “pija”. Él si que conocía a Beto Castillo, había sido la primera de las muchas personas en quedar atrapadas por la fuerza de su talento, la ligereza de su ritmo, el peso pesado de los trasfondos de sus obras. Por todo esto no podía obviar la grandeza literaria de las obras previas a “El extraño caso de Oliveiro Oliva” y a la relación entre su amigo y Virginia.

Al salir del hotel, donde se había celebrado la presentación, y ya en el taxi, llamó a Beto.

-¿Beto? Hola, soy Manuel.

-Hola capitán alcachofa. Esperaba tu llamada.

-¿Sí? Debe ser telepatía.

-Puede ser...

-Oye... Me gustaría verte, charlar contigo, cara a cara ¿que te parece?

-Dejame pensar...

-Venga Betiño, hace mucho que no nos damos un abrazo como los de antes.

-Es cierto. Últimamente sólo me abrazan las nubes, pero las traidoras tienen garras de acero y, lo que es peor, cuando les devuelvo el abrazo se escapan.

-¿Entonces?

-Vente a mi casa. Bajaré a comprar una botella de Brandy.

-Ok, en veinte minutos estoy ahí.

Cuando Manuel entró en el apartamento del escritor se le revolvió el estomago. Hacia meses, años (pensó él), que nadie limpiaba el lugar. Aquello era peor que la más pesimista de sus previsiones. El polvo, las botellas de coñac vacías, los libros esparcidos como setas, junto a trozos de espejo, extremidades de muñecas, bolsas, latas, cajas de pizza y hojas sueltas de periódico: poblaban el suelo del comedor. Aunque lo peor era el olor. Un olor que se te clavaba en las fosas nasales, que te penetraba en el cerebro, aturdiéndote, mareándote, como a huevos podridos o carne putrefacta, que te dejaba a la deriva del más absoluto asco. Manuel hizo un gran esfuerzo por no vomitar allí mismo. Pidió a Beto dar un paseo y, para su suerte, éste aceptó.

En la calle sólo había alguna persona llevando a su perro a hacer sus necesidades fisiológicas. Manuel y Beto caminaron varios minutos en silencio, sin mirarse, concentrados como estaban, al menos el editor, en encontrar una grieta en el muro tras el que se emparapetaba su amigo; una muralla que no sabía muy bien como derrumbar pero, que a la vez, estaba dispuesto a intentar su conquista. Tan distintos en el el resto de categorías, únicamente había una cosa que unía a aquellos dos personajes: su amor por la literatura, la dedicación, casi asceta, que proferían a la creación narrativa, en un caso, y a su difusión en el otro. En realidad, sino fuera por la literatura sería inimaginable que estas dos personas estuvieran deambulando juntas, a la luz difusa de las farolas, como aquella noche. Finalmente, algo rompió el silencio, la sirena de un coche de policía, avanzando hacia su posición, fue la señal que alteró aquel paseo al provocar en Beto una sensación de pánico que congeló sus pasos, lo que fue interpretado por el otro como una exhortación abstracta a sus motivaciones.

-¿Qué te pasa B.? ¿Has tenido problemas con la policía?, pareces nervioso.

-¿Quién no tiene problemas con los hombres azules? Dime... Esa gentuza aparece aunque no la busques.

-Pero si no has hecho nada malo no tienes nada que temer ¿no te parece?

-Yo si hice algo malo... El peor crimen que se pueda imaginar...

-¿Cuál?

-¿No lo recuerdas? Beto Castillo ha perpetrado el mayor crimen contra el buen gusto de los últimos años... Inconsistente, pesimista, reflejo de una mente obsesiva y enferma, un insulto contra sí mismo, un suicidio literario, un genocidio cuyas víctimas son los lectores.

Beto se refería a la crítica que le dedicó la revista “Prometeo” a su última novela. Ésta se sumó a la de otros muchos medios de comunicación, que acabaron por demonizar al autor, el cual sólo era culpable de descender a los infiernos.

-Sí, la recuerdo B. Pero de eso hace ya muchos años ¿no crees?

-Eso fue ayer. Eso es hoy. Eso, lo sé muy bien, será mañana.

-Tío, ¡no me jodas! -exclamó Manuel.- Fuiste una de las mayores promesas de la literatura española desde Julio Novo. ¡No deberías basar tu vida en un fracaso, sino aprender de él!

Beto se quedó en silencio, negando con la cabeza, y Manuel no sabía si se negaba a comprender lo que para él era evidente o si realmente era incapaz de asimilar las consecuencias de su frustración. Sino podía vislumbrar una esperanza, una ilusión que ejerciera una regeneración en su mente, que abriera la puerta a un cambio, qué sería de él.

El editor contemplaba como un espectador la lucha intestina que intuía en su amigo, cuyo rostro, desencajado traslucía una enorme tribulación. Si en ese momento alguien hubiera interrogado a Manuel sobre lo que iba a pasar, no habría conseguido ninguna respuesta acertada, ninguno de los dos se imaginaban como acabaría la noche.

Tras unos segundos de incertidumbre, Beto miró con rabia a su interlocutor y le espetó.

-¿Qué buscas? Dime ¿¡Que coño quieres de mí!?

En sus ojos, los de Beto, brillaba un impulso irracional. Parecía una fiera acorralada a punto de saltar sobre su cazador. Aquellas preguntas, sin embargo, eran la prueba que no estaba todo perdido, que había algo que frenaba a Beto para no agarrar a Manuel y partirle la cara como si de un espejo se tratase.

Manuel tomó aire y unos segundos para contestar, intentado hacer acopio de toda su serenidad y auto-control. Posó sus manos en los hombros de Beto y, mirándole fijamente a los ojos, le dijo:

-Querido amigo... Si te digo la verdad, no sé que es lo que quiero. En todo caso poseo cierta idea de qué es lo que deseo. Hace tiempo que me gustaría verte bien. Y no hace falta que lo digas, sé perfectamente que no va a ser fácil. Incluso, es posible que ya no haya solución para tus problemas. Pero la falta de opciones, mi falta de respuestas, para todos los interrogantes que me asaltan cuando hablo contigo, no impiden que mi voluntad esté decidida a ayudarte; sea cuando sea, sea como sea, estaré a tu lado. -Manuel se tomó unos segundos antes de continuar su discurso. Escrutó la mirada enrojecida y vidriosa de Beto, el cual parecía estar a punto de llorar, y tuvo la impresión de que por fin había encontrado una grieta en la muralla de su locura. Tomó aire y prosiguió. -Mira B., me importan un pimiento la mayoría de escritores que conozco, y son muchos, casi todos tienen el ego tan subido que podrían suicidarse si se arrojaran desde esa altura. Creo que tu eres diferente, que siempre lo has sido. Ya conoces mi opinión sobre tu literatura y sabes que incluso en tus peores párrafos, para mí estás a la altura de los más grandes. Una sensibilidad como la tuya, tu forma de de reflexionar con sencillez y humildad, me parece que no ha sido superada por ninguno de tus sucesores. ¿Lo sabes, verdad? He visto muchos libros en tu apartamento, me consta, que a tu manera, continuas viviendo parasitariamente de las palabras. ¿No me equivoco, verdad?

Beto, que por fin había bajado las defensas y lloraba como un niño, después de una terrible pesadilla, en los brazos de su madre, balbuceó un “no”. Manuel continuó hablando, decidido, ahora sí, a derrumbar del todo la muralla que había aislado a su amigo en la locura.

-Venga Beto, dejame ayudarte, libera al gran hombre que fue amordazado por el dolor. Él sigue ahí dentro, en tu corazón, esperando pacientemente su oportunidad, que también es la tuya. Has pasado mucho tiempo solo... Demasiado. Eso tiene que cambiar. ¿sabes? Ahora que lo pienso ¿te apetecería mudarte a mi casa? Entre Marta y yo te ayudaríamos, no permitiremos que te hundas en otro pozo, porque si caes, te ayudaremos a salir. Ya conoces el dicho: “caerse está permitido, pero levantarse es una obligación". Déjame, déjanos ayudarte. -Finalizó el editor, tendiéndole su pañuelo a Beto. Éste se sonó estrepitosamente. No podía creerse, ni siquiera podía asimilar todo aquello que acababa de oír. Era como si un sueño se hiciera realidad. Desde que Virginia y los críticos le partieran el corazón se había abandonado a una soledad solipsista y psicótica. Por primera vez en quince años sentía que le importaba a alguien, tanto como para tirarse al pozo donde se ahogaba y, como por arte de magia, sacara su cuerpo exhausto de las frías, oscuras y profundas aguas, donde casi había perecido.

-¿Qué me dices B.? ¿aceptas el reto? No me falles amigo, dime que sí.

Beto, incapaz de hablar, afirmó con la cabeza. Manuel sonrió aliviado, como si en ese instante se hubiera deshecho de una carga muy pesada. Fue entonces cuando Beto musitó:

-¿Marta sabe algo de todo esto?

Manuel soltó una fuerte carcajada antes de responder.

-No, no sabe nada. En realidad, ni yo mismo sabía que te iba a proponer vivir con nosotros. Pero ¿sabes una cosa? "la vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida ¡ay, dios!

Beto sonrió al escuchar a su amigo canturrear la letra de Pedro Navaja e imaginarse a Marta alucinando con lo que su marido había organizado.

-Bueno, creo que hay muchas cosas que cambiar, sino tu mujer me va a echar a patadas de tu casa. Lo que si te soy sincero, no sé como tomarme todo esto. No se si representa un principio o un final.

-Quizás las dos cosas ¿no te parece? Se me ocurre una idea.

-¿Otra? ¿de que se trata esta vez?

-Escríbelo. Escríbelo y así sabrás si es un principio o un final.

-Es una buena idea Manuel, muy buena, espero no haberme oxidado.

-Seguro que no. Oye ¿que te parece si vamos desfilando? Se ha hecho muy tarde y Marta se va a preocupar.

-De acuerdo. Vámonos.

Mientras se dirigían a una avenida más transitada con el fin de subir a un taxi, Beto pasó el brazo por los hombros de su amigo. Parecían una pareja de otro tiempo. ¿Un tiempo pasado?, ¿un tiempo futuro? ¿Qué importaba? Lo que estaba claro, llegados a este punto Beto no tenía ninguna duda, era que aquello no era ni un principio ni un final. En realidad era una continuación.

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