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martes, 6 de agosto de 2013

Marilyn Monroe.


 In memoriam...



Por mi parte prefiero pasar la eternidad con Marilyn Monroe que con San Ignacio de Loyola. Con esta grouchesca sentencia mi padre había zanjado una acalorada discusión de sobremesa con su hermano. El tema era de rabiosa actualidad. La visita del Papa a España con motivo de las jornadas mundiales de la juventud. Durante el debate ambos hermanos no se habían ahorrado ninguno de los argumentos que se llevan discutiendo en los medios de comunicación desde que trascendieron las cifras de la visita papal. La misa más cara de la historia de España decían algunos, un absoluto despropósito dada la precaria situación de tantísimas familias que no llegaban a fin de mes, y un absoluto ejercicio de cruel y despiadada hipocresía si se compara con la catastrófica situación de hambruna que están viviendo tantas personas en el cuerno de África. Los argumentos de mi tío, al cual a pesar de su ideología aprecio más que a otras personas de mi familia, se reducían a intentar demostrar la vigencia y necesidad de la fe en una sociedad como la actual tan carente de valores. Entre copas de Soberano y puros la conversación pasó de una gradual y educada propuesta y confrontación de argumentos a un ataque personal y despiadado por ambas partes. Una lucha entre titanes de estar por casa. Por un lado un pequeño y desgarbado diablo como mi padre y por el otro un angelote orondo como mi tío. Cuando éste último profetizó el sufrimiento que indudablemente sufriría su hermano en el infierno, mi padre dio la estocada final. Quién en su sano juicio no preferiría pasar la eternidad con mujeres como la gran Marilyn en vez de pasarla entre santos y querubines. Mi tío se levantó airado de la mesa y se acabó el puro en el balcón mientras mi padre se servía otra copa de brandy sonriendo traviesamente por su victoria.

Las discusiones entre hermanos eran casi un ritual, como si perpetuaran de esta forma las peleas que tuvieran de niños, preocupados aún por competir para ver quien era más fuerte. En un cuerpo a cuerpo con ambos sobrios mi padre solía callar y asentir ante las diatribas de mi tío, pero cuando ambos se tomaban un par de copas mi padre jugaba en casa; no sólo porque literalmente aprovechara las comidas familiares que organizaba en nuestra casa, sino porque siendo como era hombre de bar, estaba más que acostumbrado a lidiar con borrachos y su higado parecía filtrar todo el alcohol que le echara.

Yo estaba convencido que mi tío era de esas personas buenas que eligen el camino que les parece menos malo. De alguna forma, el trabajo que realizaba en los arrabales era más parecido al de un maestro que al de un sacerdote. Entre basuras, jeringuillas, chabolas, precariedad y delincuencia ayudaba como podía a aquellos que se acercaban a él. En su parroquia, había instalado una pequeña biblioteca, tenía banco de alimentos, hacia de psicólogo escuchando con paciencia y aconsejando sin malicia durante el sacramento de la confesión. Nunca había visitado el Vaticano o al menos nunca había hablado de ello conmigo y eso que curioso como soy le había preguntado en alguna ocasión. Para él era la forma que había encontrado de hacer algo por los demás, ya que en esa forma de hacer encontraba -según sus propias palabras- sentido para seguir viviendo. Es por esto que siempre he pensado que algo terrible le debió pasar durante su juventud para hallarse tan solo y desesperado, tan sin rumbo como para aferrarse a algo tan represivo y tan injusto como los votos sacerdotales.

En cambio mi padre leyendo muchos menos libros había conseguido tirar p'alante nuestra familia. Su dios era mujer, mi madre más concretamente, a la cual nunca le vi levantar la voz. La respetaba y la adoraba como a un pequeño ídolo cuyo altar era el mundo entero, o al menos el micromundo donde todos construimos nuestras vidas, creando vínculos con calles y personas, con espacios y sus muebles. Se ayudaban y se sostenían con dulzura y cariño desde hacía más de veinte años. También eran queridos por mucha gente en el barrio. Eran como se dice aquí buena gente.

Pasados unos minutos, como mi tío no entraba a pesar del frío, salí para hablar con él. Estaba apoyado en la baranda, con el gesto medio desencajado y el puro en la mano temblorosa. No debió oír como salía porque dio un salto cuando le puse la mano en el hombro. Al ver que era yo se le relajó el rostro y la mirada. Le sonreí. Me sonrió. Me apoyé a su lado en la barandilla y esperé que dijera algo. Él callaba. Finalmente rompí aquel silencio con aroma a Soberano y Faria.

-Tío, no es para tanto. Hay que tener mucho coraje para vivir la vida que tu has escogido.

-No hay que tener coraje, ¡hay que ser un cobarde! -Me dijo para mi sorpresa.- Hoy en día lo que yo hago lo podría hacer desde otro lugar, con otra profesión, con otros valores. Tu padre tiene razón, la Iglesia agoniza de tanto exceso y fastuosidad. Casi nadie cree en nuestra palabra, porque parece haberse olvidado el voto de pobreza, que la verdadera riqueza de un hombre está en su espíritu, y que sin caridad y fraternidad no hay esperanza para nosotros, ni fe que valga la pena.

Mi tío con sus palabras me había dejado helado. Nunca le había escuchado hablar así. Al parecer la derrota infligida era mayor de lo que suponía. Ambos quedamos en silencio durante un minuto en el que algo se desmoronaba en mi interior. Quizás la imagen que siempre había tenido de mi tío como persona íntegra y buena, se estaba desquebrajando en un arrebato de sincera tribulación. Esperé unos segundos antes de volver a hacer una pregunta, sopesando con calma la necesidad de ésta, paladeando su agrío sabor, su regusto a un pasado secreto que yo ignoraba y que quizás no descubriría nunca.

-¿Por qué dices que hay que ser cobarde? ¿Acaso huyes de algo? -Le pregunté finalmente.

-Todos huimos. La vida es una huida constante y sin retorno. Un camino que se emprende por obligación y en el que tenemos que andar con mucho cuidado para no caer ante los golpes de la vida. Pero todos caemos. Inevitablemente, de una forma u otra caemos, porque la vida pega duro. Y levantarse es una obligación. Todos tomamos en algún momento decisiones desesperadas, nos escondemos en la oscuridad a la espera de esa luz que nos ilumine y nos guíe, nos acoja en su seno y de algún sentido al sinsentido que resulta vivir.

-¿Estás hablando de Dios?

-Estoy hablando de la necesidad humana de pertenecer a un grupo, del sentimiento de arraigo que sostiene nuestras pobres vidas, de identificarse con una idea y un rol que nos aporte estabilidad. Todas las ideas que pasan por nuestra cabeza tienden a moldear nuestra identidad, nuestra máscara, esa que todos llevamos -incluso tú- y con la que nos manejamos en sociedad. De como se equilibren las aristas de nuestra máscara dependerá el como nos movamos. Siguiendo por igual nuestro instinto, nuestra inteligencia y nuestra corazón. Siendo como somos, sin pensar en como somos, siendo y ya está, sin necesidad de otra cosa que vivir el instante, sus alegrías y sus penas. Si eso es Dios, o si Dios nos hizo así lo ignoro. Es más, ignoro si hay un Dios. Yo no trabajo con valores distintos de lo que lo haría un rabino, un imán, un monje budista o un educador social ateo. Cambia la forma, el color de la máscara, cambian incluso las palabras, pero todos hablamos de lo mismo. Hablamos de hacer el bien. Que digo hablamos. Hacemos el bien, porque las palabras sólo son piedras que consiguen hacer aterrizar a las ideas que flotan en nuestra mente, las hacen casi tangibles, pero nunca será lo mismo hablar de amor, que actuar con amor... Nunca será lo mismo que hacer el amor. ¿Me explico chiquillo? ¿O estoy demasiado borracho?

-Te has explicado muy bien, tío. Muy bien. ¿Vamos a dentro?

Él asintió. Nos abrazamos antes de entrar. Se le veía mucho más tranquilo, sonrió y agitó su mano derecha sobre mi cabeza, como si le quitara el polvo. Una vez dentro mi padre hizo como si nada hubiera pasado. Le preguntó si quería otra copa y mi tío asintió. Se sentaron en el sofá, delante del televisor, quedaba poco para que empezara el partido del sábado en la televisión, nada y nada menos que un Barça-Madrid. Eran dos personas tan diferentes y a la vez con tanto en común. Recuerdos, experiencias, sentimientos, ideas... Mi madre que mientras la discusión había preferido mantenerse al margen y recoger la cocina para no escucharles, volvió a la sala de estar y sonrió al verlos allí. Fue entonces cuando distinguí algo extraño en la mirada de mi tío, algo extraño e indefinible en la forma en que mi tío miraba a mi madre, como si le estuviera hablando desde su silencio. Mi madre les preguntó si ya se les había pasado. Mi padre contestó que esto sólo acaba de comenzar. Se refería al partido y al hecho de que mi padre fuera del Barça y mi tío del Real Madrid.

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