In memoriam...
Por
mi parte prefiero pasar la eternidad con Marilyn Monroe que con San
Ignacio de Loyola.
Con esta grouchesca sentencia mi padre había zanjado una acalorada
discusión de sobremesa con su hermano. El tema era de rabiosa
actualidad. La visita del Papa a España con motivo de las jornadas
mundiales de la juventud. Durante el debate ambos hermanos no se
habían ahorrado ninguno de los argumentos que se llevan discutiendo
en los medios de comunicación desde que trascendieron las cifras de
la visita papal. La misa más cara de la historia de España decían
algunos, un absoluto despropósito dada la precaria situación de
tantísimas familias que no llegaban a fin de mes, y un absoluto
ejercicio de cruel y despiadada hipocresía si se compara con la
catastrófica situación de hambruna que están viviendo tantas
personas en el cuerno de África. Los argumentos de mi tío, al cual
a pesar de su ideología aprecio más que a otras personas de mi
familia, se reducían a intentar demostrar la vigencia y necesidad de
la fe en una sociedad como la actual tan carente de valores. Entre
copas de Soberano y puros la conversación pasó de una gradual y
educada propuesta y confrontación de argumentos a un ataque personal
y despiadado por ambas partes. Una lucha entre titanes de estar por
casa. Por un lado un pequeño y desgarbado diablo como mi padre y por
el otro un angelote orondo como mi tío. Cuando éste último
profetizó el sufrimiento que indudablemente sufriría su hermano en
el infierno, mi padre dio la estocada final. Quién en su sano juicio
no preferiría pasar la eternidad con mujeres como la gran Marilyn en
vez de pasarla entre santos y querubines. Mi tío se levantó airado
de la mesa y se acabó el puro en el balcón mientras mi padre se
servía otra copa de brandy sonriendo traviesamente por su victoria.
Las
discusiones entre hermanos eran casi un ritual, como si perpetuaran
de esta forma las peleas que tuvieran de niños, preocupados aún por
competir para ver quien era más fuerte. En un cuerpo a cuerpo con
ambos sobrios mi padre solía callar y asentir ante las diatribas de
mi tío, pero cuando ambos se tomaban un par de copas mi padre jugaba
en casa; no sólo porque literalmente aprovechara las comidas
familiares que organizaba en nuestra casa, sino porque siendo como
era hombre de bar, estaba más que acostumbrado a lidiar con
borrachos y su higado parecía filtrar todo el alcohol que le echara.
Yo
estaba convencido que mi tío era de esas personas buenas que eligen
el camino que les parece menos malo. De alguna forma, el trabajo que
realizaba en los arrabales era más parecido al de un maestro que al
de un sacerdote. Entre basuras, jeringuillas, chabolas, precariedad y
delincuencia ayudaba como podía a aquellos que se acercaban a él.
En su parroquia, había instalado una pequeña biblioteca, tenía
banco de alimentos, hacia de psicólogo escuchando con paciencia y
aconsejando sin malicia durante el sacramento de la confesión. Nunca
había visitado el Vaticano o al menos nunca había hablado de ello
conmigo y eso que curioso como soy le había preguntado en alguna
ocasión. Para él era la forma que había encontrado de hacer algo
por los demás, ya que en esa forma de hacer encontraba -según sus
propias palabras- sentido para seguir viviendo. Es por esto que
siempre he pensado que algo terrible le debió pasar durante su
juventud para hallarse tan solo y desesperado, tan sin rumbo como
para aferrarse a algo tan represivo y tan injusto como los votos
sacerdotales.
En
cambio mi padre leyendo muchos menos libros había conseguido tirar
p'alante nuestra familia. Su dios era mujer, mi madre más
concretamente, a la cual nunca le vi levantar la voz. La respetaba y
la adoraba como a un pequeño ídolo cuyo altar era el mundo entero,
o al menos el micromundo donde todos construimos nuestras vidas,
creando vínculos con calles y personas, con espacios y sus muebles.
Se ayudaban y se sostenían con dulzura y cariño desde hacía más
de veinte años. También eran queridos por mucha gente en el barrio.
Eran como se dice aquí buena gente.
Pasados
unos minutos, como mi tío no entraba a pesar del frío, salí para
hablar con él. Estaba apoyado en la baranda, con el gesto medio
desencajado y el puro en la mano temblorosa. No debió oír como
salía porque dio un salto cuando le puse la mano en el hombro. Al
ver que era yo se le relajó el rostro y la mirada. Le sonreí. Me
sonrió. Me apoyé a su lado en la barandilla y esperé que dijera
algo. Él callaba. Finalmente rompí aquel silencio con aroma a
Soberano y Faria.
-Tío,
no es para tanto. Hay que tener mucho coraje para vivir la vida que
tu has escogido.
-No
hay que tener coraje, ¡hay que ser un cobarde! -Me dijo para mi
sorpresa.- Hoy en día lo que yo hago lo podría hacer desde otro
lugar, con otra profesión, con otros valores. Tu padre tiene razón,
la Iglesia agoniza de tanto exceso y fastuosidad. Casi nadie cree en
nuestra palabra, porque parece haberse olvidado el voto de pobreza,
que la verdadera riqueza de un hombre está en su espíritu, y que
sin caridad y fraternidad no hay esperanza para nosotros, ni fe que
valga la pena.
Mi
tío con sus palabras me había dejado helado. Nunca le había
escuchado hablar así. Al parecer la derrota infligida era mayor de
lo que suponía. Ambos quedamos en silencio durante un minuto en el
que algo se desmoronaba en mi interior. Quizás la imagen que siempre
había tenido de mi tío como persona íntegra y buena, se estaba
desquebrajando en un arrebato de sincera tribulación. Esperé unos
segundos antes de volver a hacer una pregunta, sopesando con calma la
necesidad de ésta, paladeando su agrío sabor, su regusto a un
pasado secreto que yo ignoraba y que quizás no descubriría nunca.
-¿Por
qué dices que hay que ser cobarde? ¿Acaso huyes de algo? -Le
pregunté finalmente.
-Todos
huimos. La vida es una huida constante y sin retorno. Un camino que
se emprende por obligación y en el que tenemos que andar con mucho
cuidado para no caer ante los golpes de la vida. Pero todos caemos.
Inevitablemente, de una forma u otra caemos, porque la vida pega
duro. Y levantarse es una obligación. Todos tomamos en algún
momento decisiones desesperadas, nos escondemos en la oscuridad a la
espera de esa luz que nos ilumine y nos guíe, nos acoja en su seno y
de algún sentido al sinsentido que resulta vivir.
-¿Estás
hablando de Dios?
-Estoy
hablando de la necesidad humana de pertenecer a un grupo, del
sentimiento de arraigo que sostiene nuestras pobres vidas, de
identificarse con una idea y un rol que nos aporte estabilidad. Todas
las ideas que pasan por nuestra cabeza tienden a moldear nuestra
identidad, nuestra máscara, esa que todos llevamos -incluso tú- y
con la que nos manejamos en sociedad. De como se equilibren las
aristas de nuestra máscara dependerá el como nos movamos. Siguiendo
por igual nuestro instinto, nuestra inteligencia y nuestra corazón.
Siendo como somos, sin pensar en como somos, siendo y ya está, sin
necesidad de otra cosa que vivir el instante, sus alegrías y sus
penas. Si eso es Dios, o si Dios nos hizo así lo ignoro. Es más,
ignoro si hay un Dios. Yo no trabajo con valores distintos de lo que
lo haría un rabino, un imán, un monje budista o un educador social
ateo. Cambia la forma, el color de la máscara, cambian incluso las
palabras, pero todos hablamos de lo mismo. Hablamos de hacer el bien.
Que digo hablamos. Hacemos el bien, porque las palabras sólo son
piedras que consiguen hacer aterrizar a las ideas que flotan en
nuestra mente, las hacen casi tangibles, pero nunca será lo mismo
hablar de amor, que actuar con amor... Nunca será lo mismo que hacer
el amor. ¿Me explico chiquillo? ¿O estoy demasiado borracho?
-Te
has explicado muy bien, tío. Muy bien. ¿Vamos a dentro?
Él
asintió. Nos abrazamos antes de entrar. Se le veía mucho más
tranquilo, sonrió y agitó su mano derecha sobre mi cabeza, como si
le quitara el polvo. Una vez dentro mi padre hizo como si nada
hubiera pasado. Le preguntó si quería otra copa y mi tío asintió.
Se sentaron en el sofá, delante del televisor, quedaba poco para que
empezara el partido del sábado en la televisión, nada y nada menos
que un Barça-Madrid. Eran dos personas tan diferentes y a la vez con
tanto en común. Recuerdos, experiencias, sentimientos, ideas... Mi
madre que mientras la discusión había preferido mantenerse al
margen y recoger la cocina para no escucharles, volvió a la sala de
estar y sonrió al verlos allí. Fue entonces cuando distinguí algo
extraño en la mirada de mi tío, algo extraño e indefinible en la
forma en que mi tío miraba a mi madre, como si le estuviera hablando
desde su silencio. Mi madre les preguntó si ya se les había pasado.
Mi padre contestó que esto sólo acaba de comenzar. Se refería al
partido y al hecho de que mi padre fuera del Barça y mi tío del
Real Madrid.
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