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viernes, 7 de febrero de 2014

A mi gran amigo Joan García.

Mudo, ahogado, como si me hubieran rajado la garganta y en mi último alarido haya pronunciado tu nombre una vez más; ese nombre que al menos para mí siempre estará ligado a la lucha incansable, a la colera razonable, a la valentía de decir, nombrar y renombrar las palabras mágicas que despertaron tantas conciencias, también la mía. Desolado, como los arrabales de una ciudad desierta que llora tu ausencia prematura, pero que llora aún más la perdida de tu alegría, tu loca cordura, la precisión cirujana con la que eras capaz de fijar aquello que el resto sólo soñabamos; una ciudad que se retuerce sobre sí misma, gimiendo ante el absurdo de pensar que hace mucho, más de lo que todos querríamos reconocer, que te habíamos perdido. Desalentado ante la derrota infinita que supone llorarte así, en soledad, intentando enjugar las lágrimas por lo injusto, aquello que siempre aborreciste, por lo inefable, tu gran enemigo, y por el miedo, aquel que hace mucho venciste y nunca volviste a mostrar. 

Podría decir muchas cosas de ti, rememorar viajes, cenas, borracheras, discursos, lecciones, sonrisas, consejos, iras contenidas... Pero nada de eso vale la pena, porque sólo esbozaran una imagen incompleta, tamizada por la pena y el capricho de mi memoria, una imagen que no te representaría porque tu eras mucho más. Tú, querido amigo, eras tu espíritu indomable y orgulloso. Un espíritu que mis palabras no son capaces de abarcar, porque sería como intentar poner límites al oceano. Nunca te llevaste bien con los límites, ni con las normas, ni con aquello que fuera más allá del respeto hacia el otro. Tu guerra era una guerra perdida de antemano porque ellos tienen el poder, una guerra contra la agresión, contra el despropósito, contra los fascismos más naturalizados en esta perversa sociedad en general y en el aún más perverso mundo de la salud mental en particular. 

A mi siempre me quedaran los recuerdos de lo compartido, la sensación de haber estado contigo en lo bueno y en lo malo, codo con codo, haciendo lo que buenamente podía. Recuerdo aún lo último que me dijiste: ahora que has despegado no dejes de volar. Nunca mejor dicho, querido amigo, intentaré estar a la altura de tus espectativas, más aún, con la esperanza viva, de que quizás en uno de estos vuelos por los cielos de lo literario, me reencuentre con ese espíritu tuyo, que aún puedo sentir muy cerca, aunque te hayas ido. 

Un beso, cabronazo!! Descansa en paz!!


martes, 4 de febrero de 2014

Castro




Castro tiene miedo a volar. Se ha tenido que tomar tres comprimidos de un fuerte hipnótico para hacer este viaje. Para él 1 hora de avión es un suplicio, 2 dos un infierno, 8, como es el caso, una tortura lenta e implacable, con tantas formas de morir como es capaz de imaginar. Así que antes del despegue se traga tres pastillas y mientras las diligentes azafatas explican con su hierática sonrisa las normas y consejos de seguridad de vuelo el cae en un plácido y aletargante sueño. Durante su descanso sueña que Dios le ha encargado una misión, rescatar del Castillo de Espejos, que como su nombre indica está construido con trozos de espejos, el alma del hombre sin nombre. A él esta tesitura le motiva, al fin y al cabo es la misión de todo escritor que se precie, y él no se suele despreciar ni como escritor ni como persona, intentar lanzarse a la aventura de rescatar al hombre -o a la mujer- de su astío, de su anomia, de su rutina carcelaria es una misión perfecta para él. Así que emprende el camino que tanto ha esperado a lomos de una avestruz, cruza senderos, atraviesa bosques y desiertos de dorada arena, badea ríos y lagos, supera montañas y fronteras, en ningún lugar, nadie ha oído hablar del Castillo de los Espejos y esto le desazona. Pero lejos de descorazonarse sigue adelante, firme en su empeño, con la voluntad de hierro y el corazón dispuesto. Sube escaleras de nubes sobre un cielo púrpura, investiga en las cloacas y en las bibliotecas, encuentra laberintos, minotauros y sirenas (sin probar el LSD), vence a los Lestrígones y los Cíclopes, en su particular viaje a su particularísima Ítaca. Por desgracia no hay noticias de hombre sin nombre ni más espejos que los de los baños públicos. Después de cruzar el mundo de punta a punta Castro llega a su casa cansado, sucio y hambriento. Mientras la avestruz esconde la cabeza en el cubo del pienso, él se mira en el espejo y contempla perplejo como el viaje lo ha envejecido, ahora las arrugas se agrupan en posición estratégica al rededor de sus ojos, las canas se multiplican en su cabello y en su barba. ¿Ha valido la pena? Se pregunta. Aunque sepa que el sentido de todo viaje como de toda vida está en el mismo viaje, no en la meta.