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jueves, 1 de noviembre de 2012

SEXO Y SALUD MENTAL


Sobre la importancia del sexo en el campo de la salud mental.



En esta vida sólo hay dos cosas que valgan la pena: el amor y el sexo. Y lo mejor es que se pueden mezclar”. Woody Allen


El amor y el sexo quizás sean dos de las actividades más humanas de todas aquellas que un hombre o una mujer pueden realizar a lo largo de su vida. Ambas son para muchos un fin, aquello que da sentido a la vida, a su horror y su vacío; una manera de reafirmarse, de compartir instantes y caminos junto a otra persona; un derecho compartido, en tanto nos permite ser reconocidos -incluso en la penumbra-; una necesidad y un objetivo, al fin y al cabo, frutos del deseo, de la pulsión más primitiva. Pues ante todo el acto sexual nos recuerda que somos tan animales como el resto de la fauna que pulula por nuestro planeta, por mucho que el maquillaje tecnológico nos haga vernos en ocasiones como seres más sofisticados. Desnudos, como suele realizase el acto sexual, no hay maquillajes que valgan. Somos animales que gozan, sudan, lamen, muerden, arañan, empujan, etcétera. Hasta el punto de que en el sexo, a diferencia de otros escenarios, se podría decir que perdura la ley de la selva, la ley del más fuerte. Aquellos que poseen y exhiben más poder, suelen ser aquellos que lo practican más. El poder y su erótica es el objeto del deseo para muchas personas aún a día de hoy.

Por contra cuando hay ausencia de poder, o presumible ausencia del mismo, como en el caso de aquellos considerados discapacitados (los cuales, bajo una lógica estereotipada y paternalista donde los no-capaces somo vistos a través de nuestras limitaciones y no a través de nuestras potencialidades, somos entendidos como no-poderosos) parece que tanto el amor como el sexo deban ser territorios vedados, prohibidos, hasta el punto de que durante siglos ni se había planteado la posibilidad de que las personas que hemos sido consideradas como tales tenemos las mismas necesidades afectivas y sexuales que el resto de la población.

El sexo ha sido durante siglos el vicio de los pobres, aquella fuente de placer y disfrute a la que se podía acceder sin demasiado coste económico, (normalmente una buena dosis de escucha, cariño e ilusión podía ser suficiente) de ahí que resultara escandaloso el que personas de distintos estratos sociales pudieran unirse a realizar el acto sexual, y si ya hablamos del acto amoroso el escándalo solía ir acompañado de un documento desheredatorio. Los sentimientos, el deseo, el amor no eran tenidos en cuenta. Lo importante era mantener ese status quo social, ese orden establecido, donde los prejuicios ante aquello que se saliera de la norma sostenían su estructura -por otro lado frágil, como es toda estructura que precisa sostenerse a través de la negación y la imposición.

En el mundo de la salud mental ocurre un fenómeno parecido. En todos los tiempos, y probablemente en todas las culturas, la sexualidad ha sido integrada a un sistema de coacción; pero sólo en la nuestra, y desde fecha relativamente reciente, ha sido repartida de manera así de rigurosa entre la Razón y la Sinrazón, y, bien pronto, por vía de consecuencia y de degradación, entre la salud y la enfermedad, entre lo normal y lo anormal. (Michel Foucault) Las personas que hemos sido diagnosticadas con alguna etiqueta psiquiátrica vemos negada en muchas ocasiones nuestra capacidad de amar, porque se nos presupone incapaces para sostener una relación y la responsabilidad para con el otro que ésta conlleva, ya sea con personas de nuestro gremio o con personas sin etiqueta diagnóstica. Lo importante una vez más es no mezclar, no alterar el equilibrio adquirido a través de las constantes terapias, aquellas mismas que nos sitúan en la figura del enfermo absoluto, pues todo lo que realizamos y todo lo que dejamos de realizar ha de orbitar al rededor de un doble rol, constante y perpetuo, como enfermo mental y paciente, como si fuéramos seres que precisan de una constante tutela. Cuando la locura -tal y como aporta el antropólogo Ángel Martínez (2012)- no se opone a la razón, sino al sentido común, a un común compartido, a una convención social que por compartida no resulta menos arbitraria aunque haya sido naturalizada. La locura pues, deconstruye este sentido común y pone el acento en la búsqueda y construcción de su propio sentido común.

Para que esto sea posible, los mecanismos del SABER-PODER psiquiátrico, desaconsejan relaciones (llegando a forzar ingresos), utilizan psicofármacos que arruinan la libido (imposibilitando el orgasmo), practican constantes esterilizaciones forzadas bajo la creencia de que la causa del sufrimiento mental es principalmente genética, llegan a promover abortos y otras lindezas con el consentimiento de unos familiares asustados ante lo imposibilidad de plantear alternativas a lo que les dicta el sentido común.

En este marco ideológico, donde la persona es reducida a un mero objeto de estudio y cuidado, donde se la deshistoriza y se suprime su capacidad para decidir e intervenir en aquello que forma parte de su vida y ha de ayudar a la construcción de su identidad, cuando el individuo queda deslegitimado para pensar y actuar, fosilizado socialmente, hablar de castración psíquica, química y simbólica no resulta, por desgracia, exagerado.

La única posibilidad que nos queda a los llamados locos es enfrentarnos a este régimen, a esta lógica estigmatizante y de un paternalismo abyecto y tomar las riendas de nuestra vida sexual y amorosa. Desde la amistad, desde el amor -también a uno mismo-, desde la profesionalidad, podemos y debemos acceder si nos apetece y encontramos a la persona indicada al orgasmo y al placer. La masturbación, el coito, aunque éste se practique con un/a Sex Assistant ha de garantizarnos esa cuota de placer que nos ha sido negada tantas veces, pero que por muy negada que haya resultado, no ha conseguido eliminar nuestra necesidad y nuestro deseo. Cuando al fin y al cabo es precisamente el deseo la principal herramienta de construcción de nuestra subjetividad.

Gracias.

Rubí, 1 de Noviembre del 2012